En ocasiones anteriores buscaba con recelo la excusa para abordar el colectivo que pasaba por la puerta de tu casa, esperando encontrarte en el camino, pretendiendo que, al verme, despertase en vos la recíproca pasión que yacía en el fondo de tu pecho, que subieras las escaleritas y vengas corriendo hacia mi en busca del beso que selle el contrato inquebrantable de nuestro amor.
Pero el pavimento, no por nada gris, me devolvía el reflejo húmedo de la ventana con barrotes.
A veces se encendía en mí un ardor provocado por la mitificación de tu figura, idealización de tu sombra brillosa posada en el balcón esperando un augurio del destino que le revele el significado de sus latidos.
Esto, al igual que tantas otras imágenes, se repetían solamente en mi cabeza, una y otra vez.
Pero ya no:
En la reja no hay espejo.
Sin espejo no hay reflejo.
No hay reflejo sin cuerpo,
Ni cuerpo sin fé.
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